Observé
la perdida mirada del pobre animal. Allí colgado, la sangre resbalaba desde
distintos cortes presentes en todo el cuerpo hasta llegar a la cabeza. Entonces
caía formando un charco escarlata que hacía espejo en el suelo. Era realmente
hermoso. El desdichado gato, en realidad, no tenía la culpa de estar allí. No
se merecía que lo hubiera asesinado de aquella forma. Pero no había podido
resistirme, era demasiado tentador. Ese maldito saco de grasa llevaba conmigo desde
que era pequeña. Todos lo veían como una gato precioso y manso y decían – Mira,
que mono es Milkins -. Los odiaba a todos y había matado al gato con el
cuchillo solo para desahogarme. Pero ahora tenía un problema.
Los pasos de mi
madre se acercaban, retumbando por toda la casa. Decía mi nombre una y otra
vez. Pero no estaba dispuesta a ir. Estaba harta de que me vistiera como una
menina o un merengue de comunión. Además no tenía ganas de verla llorar, ya la
había herido esa misma mañana y no quería pasarme. Porque aquella bruja quería
más a Milkins que a mi, siempre le prestaba más atención. Casi me planteé
cometer el segundo asesinato en un día
Pero reaccioné a
tiempo saltando por la ventana. Caí al césped, ligeramente descolorido al
reflejarse en el cielo nublado de ese día. Me quedé quieta un momento y desde
allí pude escuchar los gritos ahogados de mi madre al ver al pobre y viejo
gatito colgado boca a bajo de la cola y abierto por diversas partes. Sonreía al
imaginarme la escena, ella gritando y todos los criados yendo a ver qué le
pasaba. Enseguida sabría que había sido yo.
Corrí hacia el
bosque de al lado de la finca. No había casi espacio casi entre árbol y árbol y
me reía sonoramente al pensar en el pobre y viejo gatito. El vestido pijo de mi
madre se enredaba en las ramas y se rompía. Iba dejando tras de mí diversos
retales de colores por el suelo. Pasé por medio de un inmenso rosal de varios
metros de altura. Me corté brazos y piernas, enredé mi pelo y rompí las medias,
todo a conciencia. En el corazón del inmenso rosal encontré, no sin sorpresa un
agujero en el suelo.
Me arrodillé ante
el boquete y miré hacia abajo. En frente mía, de entre las rosas emergió un
animal un tanto curioso. Era un conejo blanco con un chaleco y un reloj. Solo
que el reloj estaba parado. El animal portaba un parche en un ojo y el otro era
rojo por completo. Ni blanco ni negro, rojo. Tenía una oreja rota. Se acercó a mí
lentamente en su baile silencioso. Danzó por mí alrededor sin que yo le quitase
la mirada de encima. Se detuvo detrás de mí y me empujó.
No fui consciente
de lo que acababa de pasar hasta que me encontré cayendo en picado por el
inmenso agujero que ahora parecía no tener fondo. El bailar del conejo me había
hipnotizado. Al fin llegué al suelo. Era hierba mojada y gris. El cielo era
rojo, del mismo color que la sangre del pobre y viejo gatito. No había ni sol
ni luna, solo rojo. Un color realmente hipnotizante, según mi punto de vista.
Me levanté y me observé. El vestido destrozado, ya no era rosa. Tenía colores
en distintos tipos de negros y grises. Aquello estaba mejor.
Miré a mi al rededor,
buscando al conejo condenado que se había atrevido a tirarme desde el agujero.
A mi espalda, aparecidos como un espíritu había dos mellizos cogidos de la
mano. Me miraban y los ojos les ardían literalmente, eran de fuego. El chico
tenía un atuendo como los de mi hermano pero, destrozado y manchado de lo que
parecía ser algo negro y pegajoso como el alquitrán. La chica tenía una falda
pomposa hasta las rodillas y un corsé negro. No parecían tener más de cinco
años y aun así la mirada que te echaban le habría puesto los pelos de punta a
cualquiera, menos a mí claro.
-
¿Dónde estoy? – pregunté levantándome.
-
Creo que es ella – dijo la chica.
-
Claramente lo es – dijo el chico.
-
Aunque también podría no serlo, claro está.
-
Tienes razón pero si no lo fuera, el conejo no
la habría tirado.
-
Cierto, pero el conejo también puede
equivocarse.
-
Cierto, mejor se la llevamos a él.
-
Sí, claramente eso será lo mejor.
Dicho esto, los dos
mellizos se dieron la vuelta y comenzaron a andar. Comencé a seguirlos,
adentrándome cada vez más en el espeso bosque. A mi al rededor todo tipo de
plantas exóticas y muertas, animalillos que se asomaban y luego escondían ante
mi fría mirada. Los hermanos entonaban una canción. Algo siniestra pero
indudablemente atrayente. Cada vez se alejaban más de mí. Intenté ir tras
ellos, pero desaparecieron entre los caminos sinuosos y confusos que el tiempo
había estropeado.
Tarareando la
canción, seguí avanzando por otro camino distinto. Observé cada tramo, cada
palmo, cada diminuto detalle de aquel extraño país, que tanto encajaba con mi
personalidad. Como si lo hubiesen creado para mi exclusivo uso. Pero el caso es
que no recordaba haber estado allí nunca. Da igual, era bello.
Delante de mi
mirada comenzó a crearse una azulada niebla que se movía ligeramente indicando
el poco viento que había. De la niebla, cada vez más densa, se formó un cuerpo
peludo y brillante. Cuando terminó de formarse, de espaldas puede ver que era
un gato. Se dio la vuelta y vi la extraña cara que portaba. Carecía de ojos.
Toda su cara estaba portada por una sonrisa de oreja a oreja. Retrocedí un paso
con desconfianza.
Parecía un fallo,
un experimento de una naturaleza juguetona y caprichosa, que no era la misma
que la de mi mundo. Pero no parecía que fuera a hacerme daño, solo sonreía, a
mi alrededor. Una vuelta y otra y otra. Hasta que al final habló.
-
Vaya, si parece que una niña se ha perdido.
-
Yo no me he perdido – dije con mirada desafiante
-. Solo que no sé donde estoy.
-
Vaya, no te has perdido pero tampoco sabes donde
estas.
-
Exacto – me crucé de brazos impacientemente.
-
Pues, pequeña podías haber apuntado mejor. Pues
te aseguró que este sitio es el menos apropiado para una niña. OH, dios, pobre
alma abandonada a su suerte – dio una vuelta en el aire sin dejar de sonreír -.
Sin ninguna protección más que su cuerpo frágil como una mariposa de esas tan
poco comunes que se ven una vez en la vida.
-
No necesito protección, tú no me conoces gato.
-
Ni siquiera la ayuda de alguien que conozca el
lugar… - dijo el gato ignorándome.
-
Aún no he visto a nadie de utilidad.
-
¿Cómo? ¿No te han presentado al sombrerero?
Me encogí de
hombros.
-
Pues entonces tendré que hacerlo yo.
Emprendió su danza
por el aire como si de simple humo se tratara. Le observé y no pude evitar
pensar en el pobre y viejo gatito. Sonreí. Si ese gato supiera lo que le hice a
Milkins no se andaría con tato vacile. Pero dejé que por ahora pensara que era
una niña normal. Le seguí dando pequeños saltitos para no quedarme atrás. El
camino se ensanchaba cada vez más.
Llegamos a un llano
que había en mitad del bosque. Había colocada una mesa mal puesta y
desordenada. Allí un par de animales se tiraban cosas a la cabeza, realmente
estaban locos. Pero yo misma estaba loca así que, que más me daba. Me acerqué
más y vi un chico sentado al final de la mesa, presidiéndola. Llevaba un
sombrero lleno de pañuelos y una flor gris yacía muerta en lo alto del gorro,
que le tapaba la cara.
-
Vaya Sechire, cuanto tiempo que no te veía. –
dijo el chico sonriendo bajo su gorro.
-
Sombrerero, traigo a una niña que se ha perdido.
-
¿Una niña? – el sombrerero me miró.
Vi en sus ojos una
mirada curiosa pero también dolida. Los fantasmas del pasado hacían que
pareciera que una fina capa de recuerdos verdes cubrieran unos ojos que,
seguro, antaño había sido más alegres. Morados quizás. Se levantó y vino en mi
dirección. Se paró a tres pasos de mí. Y me habló con una voz mucho más suave y
melódica que la que le había dirigido al gato Sechire.
-
Tu cara me suena, pequeña mariposa.
-
No soy una mariposa.
-
¿Y como lo sabes?
-
No tengo alas – dije.
-
Una mariposa sin alas, que triste – dijo mirando
al suelo.
-
Yo solo quiero saber dónde estoy.
-
Estás en El País de la Pesadillas.
-
¿entonces esto es solo un sueño?
-
Nadie ha dicho eso.
-
Que yo sepa las pesadillas son sueños.
-
Solo en la mayoría de los casos – dijo el
sombrero y me miró enigmáticamente.
-
¿Y como pudo salir de aquí?
-
¿En serio quieres salir?
Me lo pensé un
momento. ¿Realmente quería salir? Volver a mi mundo otra vez. No. No quería
volver a ser ignorada por mi madre, que seguro que estaba muy enfadada por lo
que había hecho al pobre y viejo gatito. Además desde que había llegado allí,
todo me había parecido extrañamente fascinante y atrayente. Ese mundo o país o
lo que quiera que fuese, estaba hecho a mi medida. Y era mi casa ahora.
-
Por cierto, niña, ¿cómo te llamas?- dijo el
sombrerero.
-
Malicia – sonreí perversamente – me llamo
Malicia – y empecé a reírme sin saber por qué.
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