viernes, 28 de septiembre de 2012

Malicia En El País De Las Pesadillas


   Observé la perdida mirada del pobre animal. Allí colgado, la sangre resbalaba desde distintos cortes presentes en todo el cuerpo hasta llegar a la cabeza. Entonces caía formando un charco escarlata que hacía espejo en el suelo. Era realmente hermoso. El desdichado gato, en realidad, no tenía la culpa de estar allí. No se merecía que lo hubiera asesinado de aquella forma. Pero no había podido resistirme, era demasiado tentador. Ese maldito saco de grasa llevaba conmigo desde que era pequeña. Todos lo veían como una gato precioso y manso y decían – Mira, que mono es Milkins -. Los odiaba a todos y había matado al gato con el cuchillo solo para desahogarme. Pero ahora tenía un problema.

   Los pasos de mi madre se acercaban, retumbando por toda la casa. Decía mi nombre una y otra vez. Pero no estaba dispuesta a ir. Estaba harta de que me vistiera como una menina o un merengue de comunión. Además no tenía ganas de verla llorar, ya la había herido esa misma mañana y no quería pasarme. Porque aquella bruja quería más a Milkins que a mi, siempre le prestaba más atención. Casi me planteé cometer el segundo asesinato en un día

   Pero reaccioné a tiempo saltando por la ventana. Caí al césped, ligeramente descolorido al reflejarse en el cielo nublado de ese día. Me quedé quieta un momento y desde allí pude escuchar los gritos ahogados de mi madre al ver al pobre y viejo gatito colgado boca a bajo de la cola y abierto por diversas partes. Sonreía al imaginarme la escena, ella gritando y todos los criados yendo a ver qué le pasaba. Enseguida sabría que había sido yo.

   Corrí hacia el bosque de al lado de la finca. No había casi espacio casi entre árbol y árbol y me reía sonoramente al pensar en el pobre y viejo gatito. El vestido pijo de mi madre se enredaba en las ramas y se rompía. Iba dejando tras de mí diversos retales de colores por el suelo. Pasé por medio de un inmenso rosal de varios metros de altura. Me corté brazos y piernas, enredé mi pelo y rompí las medias, todo a conciencia. En el corazón del inmenso rosal encontré, no sin sorpresa un agujero en el suelo.

   Me arrodillé ante el boquete y miré hacia abajo. En frente mía, de entre las rosas emergió un animal un tanto curioso. Era un conejo blanco con un chaleco y un reloj. Solo que el reloj estaba parado. El animal portaba un parche en un ojo y el otro era rojo por completo. Ni blanco ni negro, rojo. Tenía una oreja rota. Se acercó a mí lentamente en su baile silencioso. Danzó por mí alrededor sin que yo le quitase la mirada de encima. Se detuvo detrás de mí y me empujó.

   No fui consciente de lo que acababa de pasar hasta que me encontré cayendo en picado por el inmenso agujero que ahora parecía no tener fondo. El bailar del conejo me había hipnotizado. Al fin llegué al suelo. Era hierba mojada y gris. El cielo era rojo, del mismo color que la sangre del pobre y viejo gatito. No había ni sol ni luna, solo rojo. Un color realmente hipnotizante, según mi punto de vista. Me levanté y me observé. El vestido destrozado, ya no era rosa. Tenía colores en distintos tipos de negros y grises. Aquello estaba mejor.

   Miré a mi al rededor, buscando al conejo condenado que se había atrevido a tirarme desde el agujero. A mi espalda, aparecidos como un espíritu había dos mellizos cogidos de la mano. Me miraban y los ojos les ardían literalmente, eran de fuego. El chico tenía un atuendo como los de mi hermano pero, destrozado y manchado de lo que parecía ser algo negro y pegajoso como el alquitrán. La chica tenía una falda pomposa hasta las rodillas y un corsé negro. No parecían tener más de cinco años y aun así la mirada que te echaban le habría puesto los pelos de punta a cualquiera, menos a mí claro.

-          ¿Dónde estoy? – pregunté levantándome.
-          Creo que es ella – dijo la chica.
-          Claramente lo es – dijo el chico.
-          Aunque también podría no serlo, claro está.
-          Tienes razón pero si no lo fuera, el conejo no la habría tirado.
-          Cierto, pero el conejo también puede equivocarse.
-          Cierto, mejor se la llevamos a él.
-          Sí, claramente eso será lo mejor.

   Dicho esto, los dos mellizos se dieron la vuelta y comenzaron a andar. Comencé a seguirlos, adentrándome cada vez más en el espeso bosque. A mi al rededor todo tipo de plantas exóticas y muertas, animalillos que se asomaban y luego escondían ante mi fría mirada. Los hermanos entonaban una canción. Algo siniestra pero indudablemente atrayente. Cada vez se alejaban más de mí. Intenté ir tras ellos, pero desaparecieron entre los caminos sinuosos y confusos que el tiempo había estropeado.

   Tarareando la canción, seguí avanzando por otro camino distinto. Observé cada tramo, cada palmo, cada diminuto detalle de aquel extraño país, que tanto encajaba con mi personalidad. Como si lo hubiesen creado para mi exclusivo uso. Pero el caso es que no recordaba haber estado allí nunca. Da igual, era bello.

   Delante de mi mirada comenzó a crearse una azulada niebla que se movía ligeramente indicando el poco viento que había. De la niebla, cada vez más densa, se formó un cuerpo peludo y brillante. Cuando terminó de formarse, de espaldas puede ver que era un gato. Se dio la vuelta y vi la extraña cara que portaba. Carecía de ojos. Toda su cara estaba portada por una sonrisa de oreja a oreja. Retrocedí un paso con desconfianza.

   Parecía un fallo, un experimento de una naturaleza juguetona y caprichosa, que no era la misma que la de mi mundo. Pero no parecía que fuera a hacerme daño, solo sonreía, a mi alrededor. Una vuelta y otra y otra. Hasta que al final habló.

-          Vaya, si parece que una niña se ha perdido.
-          Yo no me he perdido – dije con mirada desafiante -. Solo que no sé donde estoy.
-          Vaya, no te has perdido pero tampoco sabes donde estas.
-          Exacto – me crucé de brazos impacientemente.
-          Pues, pequeña podías haber apuntado mejor. Pues te aseguró que este sitio es el menos apropiado para una niña. OH, dios, pobre alma abandonada a su suerte – dio una vuelta en el aire sin dejar de sonreír -. Sin ninguna protección más que su cuerpo frágil como una mariposa de esas tan poco comunes que se ven una vez en la vida.
-          No necesito protección, tú no me conoces gato.
-          Ni siquiera la ayuda de alguien que conozca el lugar… - dijo el gato ignorándome.
-          Aún no he visto a  nadie de utilidad.
-          ¿Cómo? ¿No te han presentado al sombrerero?

   Me encogí de hombros.

-          Pues entonces tendré que hacerlo yo.

   Emprendió su danza por el aire como si de simple humo se tratara. Le observé y no pude evitar pensar en el pobre y viejo gatito. Sonreí. Si ese gato supiera lo que le hice a Milkins no se andaría con tato vacile. Pero dejé que por ahora pensara que era una niña normal. Le seguí dando pequeños saltitos para no quedarme atrás. El camino se ensanchaba cada vez más.

   Llegamos a un llano que había en mitad del bosque. Había colocada una mesa mal puesta y desordenada. Allí un par de animales se tiraban cosas a la cabeza, realmente estaban locos. Pero yo misma estaba loca así que, que más me daba. Me acerqué más y vi un chico sentado al final de la mesa, presidiéndola. Llevaba un sombrero lleno de pañuelos y una flor gris yacía muerta en lo alto del gorro, que le tapaba la cara.

-          Vaya Sechire, cuanto tiempo que no te veía. – dijo el chico sonriendo bajo su gorro.
-          Sombrerero, traigo a una niña que se ha perdido.
-          ¿Una niña? – el sombrerero me miró.

   Vi en sus ojos una mirada curiosa pero también dolida. Los fantasmas del pasado hacían que pareciera que una fina capa de recuerdos verdes cubrieran unos ojos que, seguro, antaño había sido más alegres. Morados quizás. Se levantó y vino en mi dirección. Se paró a tres pasos de mí. Y me habló con una voz mucho más suave y melódica que la que le había dirigido al gato Sechire.

-          Tu cara me suena, pequeña mariposa.
-          No soy una mariposa.
-          ¿Y como lo sabes?
-          No tengo alas – dije.
-          Una mariposa sin alas, que triste – dijo mirando al suelo.
-          Yo solo quiero saber dónde estoy.
-          Estás en El País de la Pesadillas.
-          ¿entonces esto es solo un sueño?
-          Nadie ha dicho eso.
-          Que yo sepa las pesadillas son sueños.
-          Solo en la mayoría de los casos – dijo el sombrero y me miró enigmáticamente.
-          ¿Y como pudo salir de aquí?
-          ¿En serio quieres salir?

   Me lo pensé un momento. ¿Realmente quería salir? Volver a mi mundo otra vez. No. No quería volver a ser ignorada por mi madre, que seguro que estaba muy enfadada por lo que había hecho al pobre y viejo gatito. Además desde que había llegado allí, todo me había parecido extrañamente fascinante y atrayente. Ese mundo o país o lo que quiera que fuese, estaba hecho a mi medida. Y era mi casa ahora.

-          Por cierto, niña, ¿cómo te llamas?- dijo el sombrerero.
-          Malicia – sonreí perversamente – me llamo Malicia – y empecé a reírme sin saber por qué.

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