CAPITULO 1:
Abro los ojos y encuentro el mismo panorama de siempre. Unas paredes
grises, una cama con las sábanas a juego, un armario incrustado en la pared,
una puerta con pestillos que fabrico yo misma y una mesa de escritorio con
cientos de nombres rayados a golpe de compás. Me desperezo estirando los brazos
y me restriego los puños en los ojos para quitarme las legañas. Miro el reloj
de la pared. Son las siete de la mañana. Tardo un segundo en darme cuenta de
qué día es y cuando lo recuerdo me doy un cabezazo contra la pared a propósito.
Es el día de la cosecha. No me fastidia por si me eligen, que va. Me
fastidia porque hoy todo el mundo suele estar especialmente sensible. A muchos
les tiembla el pulso, especialmente aquí, en el orfanato. Donde todos los que
saben que pueden ser elegidos se revuelven de miedo, al saber que no hay nadie
allí fuera que pueda presentarse voluntario en su lugar. A mis dieciséis años,
mi nombre solo enta cuatro veces en la urna. No pido teselas, pues se supone
que en este antro nos alimentan, pero la bazofia que nos dan no se puede llamar
comida. No me preocupa el ser elegida. Se pelear. Manejo bien los cuchillos,
las espadas y el arco no se me da mal. Pero mi arma preferida es el hacha. La
llevo usando desde hace cuatro años. Me gusta poder descargar mi furia con
ella.
Me levanto perezosamente y me quito mi camiseta tres tallas grande, que
uso para dormir. Abro el armario y mis pocas prendas me saludan. Miro los
pantalones de color verde militar y opto por ellos, son cómodos y tienen
bolsillos. Me los pongo y les engancho mis tirantes negros. Normalmente los
llevo sueltos, pero necesito tenerlos a mano porque me sirven de tirachinas.
Luego cojo la camiseta negra con el símbolo de la Anarquía con las mangas rotas.
Pinté ese mensaje hace dos años, cuando empecé a ser consciente de verdad de lo
que era el Capitolio. Me calzo mis botas hasta las rodillas a la que he añadido
algunas correas y tachuelas.
Cuando me ato la camiseta al costado, me doy la vuelta y me siento en la
silla del escritorio. Abro el primer cajón y saco un espejo que mangué hace
tiempo a la directora. Lo coloco sobre la mesa y empiezo a colocarme los
pendientes. Unos cuantos en cada oreja y uno que me gusta de verdad que une el
de la oreja con el de la nariz con una
cadenita de acero. Me coloco el del ombligo y la costura del brazo. El
imperdible de la oreja izquierda no me lo pongo, últimamente me molesta. Me
cuelgo el colgante de las placas y creo que ya estoy lista para salir. Me hecho
un último vistazo en el espejo para mirar mis tatuajes y entonces me dirijo
hacia la puerta.
Quito los cerrojos y abro cautelosamente la plataforma de metal que me
encarcela. Normalmente no se permiten poner pestillos pero paso de que los
guardias entren cuando les venga en gana. La cierro con cuidado y avanzo por
los pasillos como un lince. Llego hasta la puerta de entrada y fuerzo la
cerradura en silencio. Es tan temprano que no hay nadie vigilando fuera. Me
paseo por el patio y cuando llego a la valla del recinto la salto sin
problemas. Caigo con un golpe sordo en el suelo y miro a mí al rededor por si
me ha visto alguien. Nadie, sonrío.
Empiezo a andar por una calle que me lleva directamente a la plaza de la
ciudad. El distrito nueve no es gran cosa, pero me gusta, porque pasa
desapercibido. Es el cual del que menos se sabe. En los juegos nadie se fija en
nosotros, los protagonistas son los de los distritos que le lamen el culo al
Capitolio. Me dan asco. No estaría de más que ganara alguien que no fuera
alguno de ellos. Cada año, retransmiten en la cantina del orfanato los juegos y
cada año se ven morir los primeros a los distritos menores. Casi todos en la
Cornucopia.
Avanzo entre la gente y casi nadie me presta atención. Ya casi todos se
han acostumbrado a que me escape con frecuencia. Algunos incluso me saludan.
Cojo una manzana de un puesto, cuando la tendera se da la vuelta para coquetear
con el panadero y sigo andando. Empiezo a bailar la melodía que imagino en la
cabeza cuando me doy cuenta de unos chicos me miran. Son de la escuela. Saben
quien soy, pues ya les han advertido sobre mí y sobre lo que hice hace años.
Veo en sus ojos una mezcla de envidia, desprecio y de lástima. Supongo que la
envidia se debe a que soy más suficiente que ellos. Que me desprecien me da la
misma rabia que que sientan lástima. ¡No soy un perrito abandonado! Pero ya
hace tiempo que aprendí a controlar mi ira, así que les lanzo un guiño y sigo
bailando.
Pero antes me fijo concretamente en uno de ellos. Es de pelo moreno y un
poco largo, la piel es como café con leche. Sus ojos no me miran de ninguna de
las formas de sus amigos, simplemente observan. Aparta la mirada con timidez al
ver que yo le estoy mirando también. Se acaricia las manos con nerviosismo
mientras finge interesarse por la conversación de sus amigos, que seguramente
está basada en mi, porque no paran de lanzarme vistazos venenosos. Me concentro
más en ese chico y caigo en que era mi vecino cuando era pequeña y todavía
vivía con mis padres. Debíamos tener la misma edad pero nunca habíamos hablado.
De todas formas fui al orfanato con solo siete años y ahora los dos tenemos
dieciséis, año arriba año abajo.
Estoy tan concentrada en chequear al chico que no caigo en que dos de
los guardias gorilas del orfanato acaban de aparecer por una esquina.
-
¡Ahí está! – grita uno señalándome y comienzan a andar hacia
mí lentamente.
-
Oh, vamos, chicos, es el día de la cosecha, ¿no me dejáis ni
un respiro? – digo retrocediendo a la misma velocidad que mis perseguidores.
-
Eso deberíamos decirlo nosotros, preciosa – dice el que
todavía no había abierto la boca -. Tienes que escaparte todos los días
¿verdad?
-
Es que me hace sentir viva – les respondo mientras me río yo
sola, me doy la vuelta rápidamente para huir como había planeado y me choco
contra otros dos gorilas, me han acorralado - ¡Mierda!
Miro hacia ambos lados para buscar una nueva salida pero no hay ni
posibilidades ni tiempo como para que pueda hacer algo. Veo que toda la calle
está pendiente del espectáculo, incluido el grupito de chicos de la escuela.
Uno de los gorilas me agarra de los brazos y otro de las piernas, levantándome
a un metro del suelo. Me revuelto gruñendo, pero ni con eso consigo deshacerme
de ellos.
-
¡Soltadme imbéciles! – les grito inútilmente - ¡No soy un
ciervo al que acabéis de cazar!
-
Venga, chavala, estate quieta – uno de ellos sonrió de forma
que me dieron ganas de vomitar -. Vamos a ponernos guapas para la ceremonia
¿hace?
Le escupo en la cara para demostrarle lo mucho que me apetece. Él se lo
limpia con una mueca burlona y eso me hace enfadar todavía más. Porque él ha
ganado esta vez. Me llevan de vuelta al orfanato, donde me encierran en mi
habitación hasta la hora de la ceremonia. Después de estar un rato aporreando
la puerta y viendo todas las formas posibles de escapar, me fijo en la ventana.
Puede ser que… me asomo y abro el cristal. No, hay barrotes, seguramente los
pusieron hace poco, aun que ya casi no uso la ventana para escapar.
Entonces mis ojos se van a la cama, donde hay una cosa preocupante. Me
acerco y la cojo para ver que es real y entonces aprieto los dientes con rabia.
Un vestido. Un vestido rosa de flores por todas partes. Salto hasta la puerta y
comienzo a golpearla con más fuerza que
antes.
-
¡No pienso ponerme esta mierda! – les grito a los gorilas
que sé que han puesto allí para vigilarme - ¿¡Me oís, cerebritos!? ¡Os haré
unas bragas preciosas si queréis, pero no pienso ponérmelo!
Al no obtener respuesta me siento en la cama y comienzo a romperlo en
muchos pedazos, tantos como puedo. Tienen más fe que un cura si creen que van a
hacer que me lo ponga. Una vez que ya compruebo que no lo puedo dejar peor, me
quedo quieta mirando el reloj y esperando a que sea la hora. Justo cuando la
aguja marca las dos, los gorilas me abren la puerta y empiezan a escoltarme
hasta el lugar. Mejor dicho, escoltan a la gente de mí.
Paso todos los controles de sacarse sangre y por fin estoy en la explanada
frente al escenario con el resto de los chicos y chicas de edades permitidas.
De una de las puertecitas del escenario salen tres personas. Un hombre de vivos
colores y maquillaje notables, que seguro que viene del Capitolio, otro hombre
un poco más alto y de pelo medio pelirrojo medio canoso, él es el único de
nuestro distrito que alguna vez a ganado los juegos, y por último la alcaldesa.
Los tres se colocan en las sillas que hay en el escenario y el hombre del
Capitolio se levanta. Es delgado como una pluma y lleva un sombrero que exagera
su cabeza por tres veces. Ropas coloridas, sonrisa falsa y rock ‘n’ roll. Puaj.
-
¡Hola, distrito nueve! – saluda el hombre haciendo muchos
aspavientos, empieza a soltar una parrafada sobre el honor y todos esos rollos,
y entonces llega lo importante -. ¡Y ahora veremos qué muchachita encantadora
nos representará en los juegos! – mete la mano en la urna gigante de la derecha
y saca un papel, se toma su tiempo en desenrollarlo y entonces dice-.
¡Marceline Williams!
No soy yo, es la chica a mi lado. En cuanto dicen su nombre da un
respingo y se pone a chillar y a gritar. Su madre y su hermano intentan
lanzarse hasta la explanada para salvar a Marceline, que se ha hecho un ovillo
lloroso y gritón en el suelo. Dios, que pesada, me duelen los tímpanos. Unos
hombres intentan llevársela por la fuerza, y los gritos de sufrimiento
continúan. Aprieto los dientes y me clavo las uñas en la palma de la mano
mientras la estúpida niña sigue chillando como si estuviera poseída. No aguanto
más.
-
¡Que se calle, me ofrezco voluntaria, pero que se calle!
Tardo unos segundos en darme cuenta de que es mi voz la que ha hablado y
de que es mi mano la que está levantada. Durante unos segundos todo el mundo se
queda en silencio y ningún movimiento se palpa en los al rededores. Los guardias
han soltado a la niña y todo el mundo está perplejo. Empiezo a caminar hasta el
escenario, sin saber muy bien todavía lo que acaba de pasar. Subo las
escaleritas y llego al lado de extraño hombre que antes ha dicho llamarse
Thomas Ferguson. Él sigue hablando pero yo no me doy cuenta de lo que pasa.
¿Qué es lo que he hecho? ¿Me he presentado voluntaria? Veo mi cara en todas las
pantallas. Y entonces dicen el nombre de otro chico. Todas las cabezas se
vuelven hacia él, que niega lentamente con la cabeza. La multitud se divide
para hacerle un pasillo como un segundo antes habían hecho conmigo. Es el chico
de la plaza, mi antiguo vecino.
El chico parece confuso, pero camina firmemente como si no quisiera
darse por vencido y se coloca al otro lado de Thomas. El hombre del capitolio
nos da unas palmadas en la espalda y pide un aplauso que nunca llega. La gente
sabe que aplaudirnos no es la solución para que salgamos vivos del baño de
sangre. Thomas insiste en que nos demos la mano mientras él dice la irritante
frase de todos los años.
-
¡Felices Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre y que la
Suerte esté siempre de vuestra parte!
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